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Ida, en el momento de ser liberada. Su aspecto daba muestra del horror que supuso para una ble mientras viva y mientras tenga
joven de su edad la experiencia vivida en Auschwitz. fuerzas para hacerlo.

(Con un gesto más que elocuente, Yo no tengo derecho a juzgar a Ida Grinspan suele hablar de aque-
parece devolver una pregunta que nadie, no puedo hacerlo. Cada uno lla experiencia de un modo estricta-
plantea sin palabras: ¿Qué quiere que sintió todo aquello de una forma muy mente cronológico, de una forma muy
sienta?) personal y muy íntima; por eso no soy similar a como lo hace cuando ofrece
quien para juzgar eso. Pero entre la una conferencia, aunque le cueste en
Que aunque haya habido procesos, gente de nuestro grupo una de las ocasiones ofrecer detalles y remover
éstos no han sido suficientes, que promesas que hicimos a los demás el recuerdo de unas situaciones que
esos verdugos no han sido suficiente- deportados era que quien tuviera la fueron, sin duda alguna, toda una
mente buscados, y que muchos de suerte de salir de allí tenía la obliga- prueba para la dignidad de una perso-
ellos han seguido viviendo tranquila- ción de contarlo; sentíamos que era na y su resistencia –física y psicológi-
mente, como usted y como yo, sin una obligación moral, y así lo sentía ca– hasta límites insospechados: el
ningún cambio en sus vidas, nada. yo: tanto por mi misma como por los hambre, la tortura día a día, en múlti-
demás, y en especial por mis padres. ples formas y la muerte siempre alre-
– Acabo de preguntarle por los verdu- Debíamos hacer saber lo que había dedor, así como la duda de continuar
gos, y ahora le pregunto por esas perso- pasado; el mundo tenía que saber vivo al día siguiente. ¿Algún ejemplo
nas que vivieron lo mismo que usted, todo lo que había ocurrido, todo el concreto de tortura concreta? Recibir
por esos testigos vivos que no quieren horror que habíamos vivido. Y yo estoy –y tener que obedecer– órdenes
y/o no pueden hablar de lo que ocurrió dispuesta a testimoniar todo lo posi- absurdas como acarrear piedras de un
en los campos de exterminio. lugar a otro para, al día siguiente, vol-
ver a tener que desplazarlas al mismo
sitio; verse obligadas a desnudarse
por completo en la nieve... y otras tan-
tas inconcebibles torturas que prácti-
camente rozan lo indescriptible.
Hoy Ida imparte charlas y conferencias
en muchos lugares, especialmente en
Francia, su país. Su testimonio, espe-
cialmente completo y, por ello, recorri-
do por escalofriantes detalles, se
encuentra en su libro “J`ai pas pleurè”
(“No he llorado”), basado en la exten-
sa confesión que Ida ofreció al acadé-
mico francés Bertrand Poirot-Delpech.
Su título responde a una circunstancia
que vale la pena destacar: aquella
joven de catorce años no lloró cuando
fue capturada, no lloró durante su
estancia de quince meses en Ausch-
witz y no lloró cuando conoció la libe-
ración. En su caso podría decirse que
su valentía y su fuerza personal man-
tienen una curiosa y hasta extraña
frontera con el dolor. En realidad, es
una cuestión de dignidad, de un mag-
nífico orgullo y de un asombroso amor
propio, aunque lo cierto es que han

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