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El trago más amargo de toda mi vida.
Tras realizar un examen de sangre y una ecografía abdominal, un cirujano
pediátrico vino a darnos las noticias. Las palabras exactas no las recuerdo, solo recuerdo
escuchar “no tiene cura, desarrollara cirrosis hepática y necesitará trasplante de hígado”.
Aquello era incomprensible, inentendible, inaceptable, simplemente imposible!.
Contemplar a mí bebe en mis brazos e imaginar que todo lo que decía aquel cirujano era
cierto generaba un terrible conflicto en mi mente e incontenibles escalofríos en mi
cuerpo. El miedo se apodero de mí.
Durante las siguientes 48 horas miles de cosas pasaron: debíamos decidir si llevar
a Santiago a la sala de operaciones de emergencia para realizar un procedimiento
paliativo llamado Kasai (de altísimo riesgo) y una biopsia de hígado, someterlo a
evaluaciones pre operatorias, ingresarlo a una terapia intensiva infantil, ¡separarme de mi
hijo! ¡AUXILIO! ¡Que alguien me despierte! ¡Esto tiene que ser una pesadilla! ¡Por favor
despiértenme!
Y lo hicimos, pasamos todo eso. Dios puso ángeles en mi camino que me
sostuvieron porque yo no podía con el dolor. Sentí el dolor más grande de toda mi vida,
uno desgarrador, casi mortal. Total desasosiego, incomprensión, pánico, terror absoluto
y puro, del más paralizante. Sentí la impotencia más espantosa de toda mi vida. Eché
mano de todos mis recursos, familiares y amigos médicos en Venezuela y en el exterior y
todas las respuestas eran iguales.
La caminata de entrega.
¡Y Me tuve que rendir! Con el dolor más grande del mundo tuve que aceptar decirle
a mi hijo: esto es todo lo que puedo hacer por ti ahora. Debo llevarte al quirófano.
¡Cuánto hubiera yo querido poder hacer otra cosa!, lo que fuera menos eso.
Todo el mundo cree en Dios pero yo digo que tuvo que ser él quien me sostuvo en
pie y firme para buscar a mi hijo de 6 semanas de vida y 3 kg de peso en la terapia
intensiva, cargarlo en mis brazos y caminar un largo pasillo hasta llegar al quirófano. El
papa de Santi y yo llegamos ahí con él y esperamos a que la cirujano que lo operaría
viniera a buscarlo. Sólo Dios sabe lo que sentí entonces cuando se lo entregué a aquella
mujer: un dolor muy inmenso y eterno por separarme de él. Un miedo terrible por la
incertidumbre. Pero una fuerza descomunal que me poseía y me llenaba de serenidad y
calma. Una certeza absurda de que todo estaría bien. Creí haberle entregado mi hijo al
cirujano, pero en realidad se lo estaba entregando a Dios.

Newsletter CREER Nº 60 Junio 2016 ~ 23 ~
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