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| OPINIÓN
s una realidad comprobar la forma en que el paso del tiempo termina
Econfigurándolo todo, desde la corteza terrestre a las relaciones huma-
nas; y esto último lo podemos constatar, tanto en las grandes ciudades como
en reducidos núcleos de población, quienes también han acabado acusando
el efecto antes expuesto. Las antiguas visitas domiciliarias solían presentar-
se a media tarde –mi padre las temía– y revestían carácter protocolario, pero
sin que ello excluyera la más genuina y sincera amistad. Hoy día todo esto
LAS VISITAS parece haberse terminado y aquellas visitas han pasado a formar parte del
baúl de los recuerdos o, cuando menos, a lo puramente anecdótico. ¿Culpa-
bles...? Los medios audiovisuales, y también las cafeterías, terrazas, bingos,
etc. No es necesario doctorarse en sociología para llegar a tal conclusión.
Reconozco que me agradaban aquellas visitas a domicilio, y hoy –con se-
senta y cinco años más en mi haber– las contemplo revestidas de nostalgia
y añoranza, pues solían ser auténticos “telediarios” y “magazines”, tal era la
cantidad de información oral que aportaban, tanto por parte del “equipo vi-
sitante”, como por quienes “jugaban” en casa. No sería necesario decir que
los niños ni “mojaban” en lo que allí se comentaba o dirimía, viéndose redu-
cidos a cumplir la función del convidado de piedra y permanecer quietecitos
Rafael del Campo Cano –sin dar guerra–, aunque esperando con impaciencia el momento en que mi
Escritor y dibujante madre se ausentara del comedor para regresar, poco después, portando una
mayestática bandeja con pastas, magdalenas, rosquillas de sartén y café de
puchero con achicoria, así como caramelo (también de sartén), especiali-
dades, todas, en las que mi madre rayaba en lo sublime. Referente a esto,
ella solía afirmar que, si los santos están en el cielo, no fue por hacer cosas
extraordinarias, sino por realizar lo ordinario extraordinariamente bien; y mi
madre lo demostraba con la sartén y el puchero en las manos.
Por aquel entonces yo contaba nueve años y pude ser testigo de una de aque-
llas visitas con vitola del más genuino protocolo –o, al menos, así comenzó–,
y si aquello no terminó con la intervención de la guardia civil, fue porque mi
padre (ajeno a la partida de parchís entre las mujeres) suspendió la lectura
de Guerra y Paz, dejó la obra de León Tolstoi sobre el aparato de radio –un
enorme “superheterodino” de ocho válvulas– y se encaminó hacia la mesa
donde estaba teniendo lugar la trifulca; tomó en sus manos el acristalado ta-
blero de parchís y, mediante un golpe seco y enérgico, lo desbarató por com-
pleto valiéndose de sus rodillas. Las esquirlas de vidrio salieron proyectadas
hacia el techo, y si alguna de ellas no seccionó la yugular de alguien fue
porque Dios no debió de estimarlo así. Resuelto el asunto y finalizada la pe-
lea, mi progenitor continuó la lectura de Guerra y Paz. También debo decir
que él mantenía el criterio de que una partida de parchís debía desarrollarse
con el mismo silencio que otra de ajedrez, dado que mi padre no toleraba
el vuelo de una mosca cuando se entregaba a la lectura. En muchas de estas
visitas era frecuente que el reloj de pared –en el comedor– desgranase doce
campanadas, siendo entonces cuando los visitantes acostumbraban a decir:
“...Vamos a ir preparándonos para marchar porque los señores de esta casa
querrán acostarse”. Hasta esa hora mi padre había tenido tiempo suficiente
para leer catorce capítulos de Guerra y Paz, lo que no era óbice para que
la visita terminase con el mismo ceremonial que a su llegada, siendo aquí
mi madre quien, a la puerta de casa –y a la luz de la luna–, pronunciase el
consabido cumplido: “... Hagan ustedes de esta su casa”; pero que mi padre
–a punto de estallar– solía interpretar en su interior: “En fin... aunque la casa
se queme, que no se vea el humo”. Esa noche nos acostábamos a la una. Y
con muy mal humor por parte de mi papá.
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