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| OPINIÓN
orría el año 1949 y no hacía tantos que el bacteriólogo inglés, Sir
CAlexander Fleming descubriera la penicilina, el antibiótico por ex-
celencia que la humanidad venía anhelando desde la noche de los tiem-
pos. Pero he aquí que otros cerebros, no menos comprometidos con el
RECUERDE progreso, llegaron a la conclusión de que no se podía viajar por ferro-
carril con la lentitud de entonces, y fue cuando surgieron los trenes de
EL ALMA alta velocidad: el “Talgo” y el “TAF” (Tren Articulado Fiat), llamados a
poner los dientes largos a las mastodónticas locomotoras “Santa Fé” y
DORMIDA “Confederación”, viendose ellas obligadas a bajar los humos y ceder el
paso a los plateados y aerodinámicos trenes de aluminio, cuando estos
las pisaban los talones en ruta. Viajar en aquellos trenes de lujo resulta-
ba caro; pero es que la penicilina “primeriza” lo era muchísimo más, y,
únicamente al alcance de enfermos “pudientes”, los mismos que podían
subir al “Talgo” y al “TAF”. Consecuencia de todo lo anterior, era que
el ciudadano medio miraba con el mismo respeto al paciente que le ad-
ministraban cien mil unidades de penicilina, o al otro que, habiendo de-
sayunado en San Sebastián podía comer en Madrid, gracias al “Talgo”.
Dado el alto precio de la penicilina, quienes más uso hacían de ella eran
los toreros, combatiendo así las infecciones por asta de toro, y valoran-
do la maravilla descubierta por el bacteriólogo inglés, hasta el punto de
erigirle un monumento. Pero he aquí, que por aquellos mismos años pre-
sentó sus credenciales a la sociedad española el “hongo” (no se trataba
Rafael del Campo Cano de ningún sombrero, que conste). Como no podía ser de otra forma,
Escritor y dibujante al “hongo” se le otorgó carta de naturaleza desde el primer momento,
dadas la propiedades terapeúticas que el vulgo le atribuía. Bastaba, sim-
plemente, mantener un trozo de “hongo” en un recipiente conteniendo
agua de café, e ir tomando (en crudo) un trocito del mismo, todos los días
y después de las comidas. A este ritual se le denominó “tomar el hongo”,
por considerar que dicha práctica inmunizaba contra una patología de
cuyo nombre nadie quería acordarse: el cáncer. No fue necesario más; y
la gente creyo ver en el “hongo” la penicilina del pobre, contribuyendo a
ello los medios de comunicación, quienes difundieron, –al mismo tiem-
po–, que la penicilina se obtenía del hongo “Penilicium notatum”. Seño-
res: ¡para que mas!… y al “hongo” se le abrieron las puertas principales
de todos los hogares, sin necesidad de un “buen porte ni finos modales”.
—¡Pero hombre!, ¿todavía no ha comenzado usted a tomar el “hongo”?…
eran las palabras que se escuchaban por doquier. Yo, por aquel entonces,
contaba con doce años, –que nunca los he vuelto a tener–, pero debo de-
cir que en mi casa jamás tuvo lugar la entronización del “hongo”, gracias
a que desde el primer momento hice uso de toda mi personalidad para
disuadir a mis padres ante semejante superchería. Dios me libre de negar
que la penicilina se obtiene del hongo “Penicilium notatum”; pero ello
tras someterlo a complicados procesos de laboratorio, y nunca tomán-
dolo crudo; ¿que hubiese dicho a esto Sir Alexander Fleming?… De los
laboratorios ya salía el antibiótico convertido en unidades de penicilina,
y tener que administrar a un paciente cien mil unidades de penicilina...
¡Ojo!, eso era ya “mucho enfermo”. Pero es que el recipiente conteniendo
el “hongo” sumergido en agua de café, acabó, también, oliendo a “pu-
chero enfermo”. La penicilina no estaba al alcance de todos los bolsillos,
en cambio, tomar crudo el “hongo” si. Pero quienes creyeron combatir
el cáncer engullendo aquella pócima… ¡lo tuvieron mucho más crudo!
62 Más fijos