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| OPINIÓN
ubo un momento en mi vida en que no me sentía identifi cado con nada ni
H con nadie. Era una especie de apátrida del pensamiento. Eso pasó, como
todo pasa cuando van muriendo los tópicos y uno comienza a reforzar las creen-
cias de los propios sentimientos. Ahora recurro a mi memoria y me conforta pensar
que el recuerdo es el único paraíso del que no me pueden expulsar. En mi juventud
yo hablaba sobre lo que leía en los libros y los periódicos. Y leía a Arnold Toymbee,
López Ibor, Nicolás Berdiez…, Pitirím A. Sorokin, Karl Jaspers”, Marjorie Gre-
ne. Recuerdo que pocos libros calaron tan hondo en aquella época de los cincuenta
MI TABLA DE como el ensayo de Emmanuel Mounier, “El miedo del Siglo XX”. Un agudo y
SALVACIÓN penetrante examen de la nueva enfermedad que padecía Occidente: la angustia
vital, el miedo. Devoraba sus obras y otras que adquiría en las librerías de Bayona
y Biarritz, y las publicaciones de Ruedo Ibérico cuya venta en España estaba pro-
hibida. Después de leer pensé que debería escribir sobre ello. Creo que la lectura
y la escritura son como la luz y el resplandor; la causa y el efecto; lo uno produce
lo otro. Al principio puede resultar costoso, pero no imposible. Escribir es ver el
orden que adquieren las ideas cuando se expresan con los signos ortográfi cos que
emanan del lenguaje. Lo uno hace a lo otro, lo primero a lo segundo: escribir es leer
con voz propia, con vocación propia de lector. Escribir es situar una letra tras otra,
una palabra tras otra, una idea tras otra hasta llegar al culmen del pensamiento y
abrir los sentidos a la luz del día para que nada de lo que piensas quede atrapado
en la negra franja de la inexpresión. Y yo escribía porque antes había leído, y había
leído porque buscaba la referencia para justifi car aquellos años de mi juventud
perdida en un culmen indescifrable de ideas dispares. Buscaba un punto de apoyo.
Y escribir era el refugio en el que me encontraba más seguro, mi tabla de salvación.
César de la Lama Refl ejaba en pequeños trozos de papel mis pueriles confl ictos sentimentales que
Escritor y periodista guardaba en secreto. Así comencé a buscar esa concordancia, esa epifanía que
existe entre el pensamiento y su representación a través de los signos del lenguaje.
Luego encontraría la explicación en las modernas teorías sobre la expresión y la
agnosis: leer es descifrar y hablar es traducir; traducir los signos (“metapherein”,
dice Hamann y Leibniz). Mantener un estilo personal fue mi primera gramática
de intenciones y mi ascensión al pensamiento gráfi co. Luego me pareció que lo
mejor de escribir era que podía contar lo que veía, lo que sentía y lo que decían los
demás. Escribí mucho antes con el pensamiento, libre e imaginativo, que teniendo
como base la realidad que imponían los hechos. Quiero decir que primero imaginé
y luego refl ejé lo que pensaba.
Mira por donde me había adelantado a la nueva conciencia mundial que despierta
en favor de la vida en toda su finitud. No siempre ha sido así cuando la vejez era
considerada como una maldición de los dioses a la que había que poner fi n. Nues-
tras Instituciones sociales enseñan a las personas mayores a envejecer a través de
programas sobre el “envejecimiento activo”. ¿Sabemos envejecer? La propia socie-
dad tiene que contribuir a ello, porque la vejez puede tener más arrugas en el áni-
mo que en el rostro. El viejo siempre ha sido denostado, apartado como algo inútil.
Por supuesto que no puede competir en determinadas actividades, pero sí trabajar
libremente el tiempo que desee de acuerdo con sus fuerzas. Y en este sentido se
debería plantear la edad de jubilación. Sería una notable fuente de ingresos para el
erario público. Llevar una actividad razonable de acuerdo con sus apetencias per-
sonales, sus afi ciones, sus condiciones intelectuales. La vejez no es soportable sin un
ideal o un vicio, dice A. Dumas. Mantener el ejercicio de la práctica profesional, las
relaciones sociales, determinados deportes, afi ciones y entretenimientos alarga la
existencia. Y proporciona un mejor estado físico y mental, y una mayor calidad de
vida. Se envejece con la mochila llena de recuerdos y conocimientos acumulados.
Activarlos y mantenerlos en el tiempo nos hace felices. Y es la actividad la que nos
mantiene en vilo para no perder facultades.
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