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| opiniÓn



           Quien no                         Eel brazo camino del palanganero, pues de forma contumaz y sis-
                                                sta máxima solía repetirla mi padre mientras me llevaba sujeto por
           observa los                      temática me negaba a lavarme la cara y las manos al levantarme de la

           preceptos                        cama por las mañanas. Por aquel entonces yo tenía ocho años, y aducía,
                                            en mi defensa, el riguroso invierno de la paramera palentina con sus ca-
           de la higiene                    torce grados bajo cero nocturnos. Pero era, también, en verano, cuando
                                            yo seguía mostrando la misma tenaz oposición, y esto, a criterio de mi
           tiene Que                        padre, no podía continuar, so pena de acabar incubando el piojo verde, o
                                            cualquier enfermedad pestilencial, responsabilizando de ello a mi madre
           solicitar                        por haber utilizado agua caliente cuando me bautizaron, así como otros
                                            paños –no menos calientes– para secar mi mollera a continuación. Bien
           los auxilios                     era cierto que la culpabilidad la compartió un hermano de mi madre,
                                            quien sirviéndose de la vela que sostenía el monaguillo, dedicó un par de
           de la                            minutos a calentar una artística jarrita de aluminio conteniendo el agua
                                            bautismal; todo ello bajo la connivencia del sacerdote junto a la pila.
           medicina                         Esto trajo como consecuencia que, años después, mi padre se mostrara
                                            inflexible conmigo a la hora de mi higiene matinal, y por aquello de que
                                            se debe predicar con el ejemplo, se chapuzaba él antes que yo; cosa que
                                            hacía encorvándose sobre el palanganero y salpicando de agua, –un par
                                            de metros a la redonda–, el piso y las paredes, poniéndolo todo perdi-
                                            do, al tiempo que resoplaba como un búfalo de las praderas americanas.
                                            Ante aquella demostración no me quedaba otra alternativa que hacerlo
                                            yo, pero siempre bajo la atenta mirada de mi progenitor, a fin de que mi
                                            aseo personal no quedase en posible fraude, tímida “lamida de gato” o
          Rafael del Campo Cano,            simple asperges; él me exigía un chapuzón a dos manos, sin contempla-
          escritor y dibujante              ciones, enérgico y sin reservas. Aquí conviene recordar que aquellos eran
                                            años de posguerra y disciplina, en los que me vi inmerso.

                                            Mi aversión al agua fría y matinal desapareció por completo. Hasta el pun-
                                            to de que pocos años después, muy bien hubieran podido volverse las tor-
                                            nas cuando el prefecto de disciplina –en el colegio donde yo me hallaba en
                                            régimen de internado, y con trece años– hizo saber a mi padre la entereza
                                            que yo demostraba duchándome, únicamente, con agua fría, a diferencia
                                            de los demás internos. Mi padre, tras escucharlo, frunció el ceño y me es-
                                            petó a modo de severa advertencia: “...A ver si te pescas una ciática de
                                            por vida, ¿has oído?...” Pues bien; son muchos los años y las canas que ya
                                            peino, sigo con tan sana costumbre, y la ciática todavía la estoy esperando.

                                            Así como existen personas que boicotean sus propias vidas, también las
                                            hay que hacen lo mismo con su propia salud. Y esto es lo verdadera-
                                            mente lamentable. Sin embargo, el ser humano se encuentra inmerso en
                                            muchas contradicciones, más o menos conscientes. Bástenos comprobar
                                            la presteza con que reaccionamos ante un peligro manifiesto; puede ser
                                            al vernos atacados por un perro, ser atropellados por un vehículo o mor-
                                            didos por una víbora. Es, entonces, cuando nuestro instinto de conserva-
                                            ción actúa de forma automática y rapidísima. ¿Actuamos de igual modo
                                            ante productos que, por su toxicidad, nos roban la salud, como son la
                                            nicotina, el alcohol, y, no digamos ya los opiáceos? Se me responderá que
                                            los productos antes citados –aunque se queden con carne en las uñas–
                                            producen placer. ¡Ah!, y esto ya es otro cantar; incluso los buscamos y
                                            tratamos como amigos. Sin embargo, es entonces, y tal vez ya con el agua
                                            al cuello, cuando acudimos a los auxilios de la medicina, por no haber
                                            observado los preceptos de la higiene. Y es que, ¡tengámoslo muy presen-
                                            te!: la higiene es la medicina para andar por casa.

          62   Más fijos




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