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| OPINIÓN




                                                 unca han faltado quienes, enarbolando el estandarte de la activi-
                                         Ndad física y laboral, se deshacen en elogios sobre la importancia
                                         de continuar trabajando cuando se llega a la cota de sesenta y más. Pero
                                         no son menos los que sostienen que el trabajo siempre termina pasando
                                         factura y demostrándonos que los años a él dedicados no han transcurrido
                                         en balde. ¿En qué quedamos...?, suelen preguntarse muchos. Uno de los
        CONTINUEMOS                      que se planteó seriamente esta cuestión –abandonar el trabajo antes de que
        TRABAJANDO                       fuese demasiado tarde– fue el compositor Rossini, quien a los treinta y dos
                                         años de edad consideró que ya había trabajado lo que a él le correspondía,
                                         y no volvió a dejar una nota más sobre el pentagrama, resultando vanas las
                                         exhortaciones para intentar persuadirle de que estaba mal jubilarse a tan
                                         temprana edad, en pleno éxito y en tan buena forma. Pero el gran maestro
                                         de la música quiso hacer oídos sordos, ¡y los tenía muy finos! Prueba de
                                         ello fueron las maravillas que nos legó a los amantes de la ópera y el bel
                                         canto. En una palabra: se dedicó a la dolce vita; lo que no fue óbice para
                                         que llegase a septuagenario.

                                         Pero es que mi tía Ticinco trabajó menos que Rossini, pues pudo permitir-
       Rafael del Campo Cano             se tal lujo –y ambos en el mundo de la música–, ya que su único esfuerzo
       Escritor y dibujante              consistió en acariciar las teclas del piano, y sin tocar ninguna otra más,
                                         dado que para ello ya tenía sus señoritas de compañía y ayuda de cámara,
                                         quienes se encargaban de vestirla, calzarla, hacerle la manicura, levantar-
                                         le la tapa del piano, incluso graduar la altura del taburete giratorio antes
                                         de sentarse y comenzar a tocar Para Elisa, melodía esta que interpretó
                                         cientos de veces, pues ninguna visita salía de aquella casa –blasonada y
                                         solariega– sin antes escuchar Para Elisa. Pues bien, a pesar de tan seden-
                                         taria existencia, ello no impidió que mi tía Ticinco falleciera mayorcísi-
                                         ma, posiblemente centenaria, pues en lo tocante a su edad, este particular
                                         siempre perteneció al patrimonio del misterio más insondable, o cuando
                                         menos, al campo de la simple conjetura. Ninguno de la familia supimos, a
                                         ciencia cierta, los años que pudiera tener tía Ticinco, lo cual hacía imposi-
                                         ble felicitarla en su cumpleaños, dado que nadie llegó a conocer la fecha
                                         de su nacimiento.

                                         Muchísimas fueron las veces que yo le pregunté, abiertamente, los años
                                         que tenía; y siempre acababa estrellándome con la cuadratura del círculo.
                                         –Pero tía, dime: ¿cuántos años tienes...?

                                         –Ticinco, mi cielo –solía ser la socorrida, indefectible e inapelable contes-
                                         tación que recibía el indiscreto de turno–. Y si alguien, deseando hilar más
                                         fino, le preguntaba en qué año hizo la primera comunión, también aquí se
                                         exponía a errar la diana, para acabar recibiendo por toda respuesta:

                                         –¡Oh!, hijo mío, claro que me acuerdo, ¿cómo no había de acordarme!...
                                         Fue en el año ticinco.

                                         Y es que, señores míos, así era mi tía Ticinco: ¡una barrera infranqueable!
                                         Han de saber, también, que hasta para fallecer, ella eligió un año con el
                                         sufrido ticinco, bien que lo recuerdo: fue el año mil novecientos seten-
                                         ticinco.
                                         Y por aquello de que todo se contagia –pero mucho más si uno ha tenido
                                         una tía Ticinco–, me van a perdonar que yo también siga teniendo ticinco.
                                         Y no insistan más.


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