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| OPINIÓN
e regresado a la ciudad desde la costa. Y he traído conmigo imá-
Hgenes de olas embravecidas, nubes flotando sobre el horizonte y el
hiriente sol lacerando los cuerpos abandonados sobre la arena de las playas.
Pasadas unas horas, las nuevas formas de la ciudad han ocupado su lugar
como testigos silenciosos del tiempo de mi vida. O tal vez de algo que nun-
ca existió, los sueños que están por llegar. Una vez más compruebo cómo
LAS IMÁGENES el hombre no viaja solo. Le acompañan sus percepciones, sus ideas y sus
Y SUS DÍAS recuerdos. Y que el medio en el que se vive es algo que se pega al carácter.
Como el perfume a los vestidos, decía Eduardo Zamacois. Es en la vejez
cuando las imágenes del tiempo pasado retornan con mayor fuerza. Y se
presentan ante nosotros con inusitada claridad. Por cada motivación, hay
un recuerdo. Yo ahora veo el rostro de algunos de los muchos personajes
con los que hablé el pasado siglo y que llevé a los papeles con su fama, sus
grandezas y sus miserias.
Recuerdo el rostro del príncipe don Juan Carlos, entre indeciso y bondado-
so, cuando ya se presentía en él la figura de un gran rey de carne y hueso que
pasados los años cambiaría España para bien. Al que acompañé, sine nobeli-
César de la Lama tate, en sus primeros pasos por el mundo. Y lo mostré en los papeles tal cual
Escritor y periodista era en ese momento, un príncipe ignorado de una monarquía incierta. Hoy
es el monarca querido y respetado por su pueblo, artífice de la democracia y
que simboliza a una nueva España en libertad. Y recuerdo el rostro del viejo
general Charles de Gaulle, padre de la V República francesa y la unidad
de Europa. Sus grandes proporciones, su prominente nariz y sus amplias
zancadas. Recorriendo las costas españolas acompañado de su esposa, ma-
dame Ivonne Ventroux, en el negro “Tiburón DS”. Y cuando desprovistos
de la grandeur del protocolo se detenían de improviso en la campiña cán-
tabra para celebrar un déjeuners sus l´herbe. Y recuerdo la faz acartonada
y cetrina de mirada tenebrosa y huidiza del emperador tirano etíope Haile
Selassie, en su trono de Adís Abeba, frente a sus súbditos hambrientos. Y la
desconfianza que mostró cuando me acerqué a él, protegido por inquietos
guepardos... y guerreros armados con lanza. Y los modos y maneras de alto
ejecutivo del pastor Luther King cuando le regalé una guitarra española du-
rante su visita a Madrid. Y me adelantó su presentimiento de que le iban a
asesinar. Y recuerdo a mi amigo Salvador Dalí y nuestras conversaciones de
agosto en su casa de Port Lligat. Me permitía entrar en su mundo psicodé-
lico. Y me hablaba con voz engolada dejando resbalar las palabras por una
catarata de sonidos guturales para enfatizar: ¡César, no creo en la muerte
porque soy inmortal…!
Y recuerdo a Azorín, aquella mañana del 26 de diciembre de 1966, vestido
con su traje azul marino. (“Quiero ponerme el que tiene las solapas anchas,
el que más me gusta”, pidió a su secretario mientras esperábamos la llegada
del ministro de Información y Turismo que le entregó el Premio Miguel de
Unamuno de Literatura). Y se enfundó su camisa de cuello almidonado. Y se
ciñó su corbata gris. Su amplio nudo me pareció estar lleno de ideas, rebo-
sante de ideas a sus 93 años. Y se calzó los zapatos como barcos varados. Y
se peinó como un viejo actor. Y me miró como una honorable estatua griega,
con sus diminutos ojos que se proyectaban hasta el final de la calle que a
hurtadillas se dejaba ver a través de los visillos del salón, en su piso de la
calle Zorrilla, a espaldas de las Cortes Españolas. Hablé con él. Y sus ojos
me observaron despacio, inquisitivos. Como detenidos en el tiempo. Podría
decir, como Disraeli, que he visto más cosas de las que recuerdo. Y recuerdo
más cosas de las que he visto.
62 Más fijos