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ero si iba vendiendo salud!... Esto solemos comentar cuando
¡Pnos enteramos del fallecimiento de alguna persona. La salud es
cosa muy seria como para irla vendiendo –por muy necesitado que uno
esté–, si con ello pretendemos obtener un dinero. Y ahí estuvo el error;
en venderla. Y es que, señores, hay que saber muy bien lo que se vende,
antes de meterse a vendedor de salud. “Cuando la salud a tu vecino veas
Aún con vender, pregúntale si no tiene cosas mejor que hacer”; y si él persiste en
exceso la venta siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver –no de tu
enemigo–, sino de ese vecino. Hagan ustedes la prueba y comprenderán
hAstA lA el por qué de la frase elegida para encabezar este artículo. Bien es cierto
que la salud no la tenemos comprada, si acaso mal alquilada. Esto últi-
sAlud mAtA mo también lo saben muchas personas; y son las que viven obsesionadas
con respecto a su ser físico, al que prácticamente dedican y rinden culto
de pleitesía, rayando en lo maníaco –cuando no en lo hipocondríaco–.
En tal sentido puedo decir que, de niño, conocí –lo mismo que todo el
pueblo–, a un señor que vivía preocupadísimo con su temperatura cor-
poral, siendo un esclavo del termómetro clínico, al cual no abandonaba
un sólo instante, sacudiéndolo con sin igual maestría antes de colocár-
selo en la axila. Dicha operación la repetía infinidad de veces al cabo del
día, ya fuese mientras caminaba por la calle, oyendo misa, jugando la
partida de dominó con los amigos, e incluso en el cine, aprovechando los
“descansos” cuando se iluminaba la sala, y así comprobar la columna
mercurial, sacudiéndolo de nuevo y volviendo a colocarse el termóme-
tro en el sobaco, –si la “lectura” le preocupaba–, aunque señalase los
Rafael del Campo Cano normalísimos 36 grados, pero que él, subjetivamente, interpretaba como
Escritor y dibujante 41, en cuyo caso sacaba del bolso un tubito de cristal, lo agitaba –cual si
fuera el termómetro–, y tomaba un par de comprimidos de “Piramidón”;
todo ello sin mirar la cara de quienes le observaban. Por entonces aún no
existían los bolígrafos, y cuando el secretario de aquel Ayuntamiento le
citaba para que firmase algún documento –entregándole la pluma mo-
jada en tinta–, nuestro “febril” personaje la sacudía enérgicamente, cual
termómetro clínico, rociando de tinta el traje del administrativo.
No olvidemos, tampoco, a esas personas que constantemente –y sir-
viéndose de un espejo de bolsillo–, se miran la lengua, por si pudieran
encontrarla “sucia”... ¡miren ustedes! Llegado a este punto he de decir
que conocí, también, a una señora muy devota, la cual se abstenía de
comulgar si su lengua estaba “sucia”... ¡miren ustedes! De igual forma,
también me viene a la mente el caso de un cumplidor y probo funcio-
nario, quien, consciente de haber pasado la vida hecho un “cuatro” –en
su sillón y ante la mesa de trabajo”, sin otro ejercicio que liar él mismo
los cigarrillos que fumaba, se compró un chandal, se calzó unas zapa-
tillas deportivas y se lanzó campo a través, corriendo como un poseso.
Pero sus coronarias ya no estaban para aquellos trotes; y lo mismo que
en otro tiempo le sucediera al joven apóstol Santiago –en el camino
de Damasco–, nuestro probo funcionario quedó tendido en el suelo,
víctima de un infarto “Magna cum laude”. El apóstol tuvo más suerte,
y el trance no revistió mayores consecuencias que sacudirse el polvo
tras levantarse del suelo y dar las gracias a Dios por el “aviso” recibido.
En cambio, los amigos del funcionario jubilado –metido a deportista–,
continúan llorando tan sensible pérdida, y en su pretensión de remediar
lo que ya no tiene vuelta de hoja, ordenaron que en su tumba se graba-
se con “pan de oro”: Aquí yace el que, quien estando bien, murió por
querer estar mejor.
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