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| OPINIÓN
                                          ¿ A    itona, qué le pasó al aita?


                                            La entrada al colegio electoral del centro de San Sebastián para
                                            votar en las últimas elecciones generales se produce en medio de
                                            una tranquilidad inédita. Un par de jóvenes muy jóvenes pregun-
                                            tan a los votantes con cortesía democrática: ¿necesita usted algo?
           LOS ABUELOS                      No hay ni un policía municipal uniformado de azul, no hay ertzai-

           SE LO                            nas con sus casacas rojas y su txapela a juego, no hay policías na-
                                            cionales de paisano, tan fáciles de identificar para los que llevamos
           CONTARÁN A                       años acompañados por ellos. Los policías, cuya intensa presencia
                                            formaba parte del paisaje electoral vasco, han desaparecido. Todo
           LOS NIETOS                       rezuma una normalidad recién estrenada que resulta emocionan-
                                            te. En el momento de la votación el interventor de “los malos” te
                                            mira, tú le devuelves la mirada –sin la tensión de antes– y él agacha
                                            la cabeza. Canta tu número el primero, cuando la presidenta de
                                            mesa recita su nombre. Tu sonríes con los nervios que no tuviste
                                            antes y votas sin ninguno de los incidentes violentos y desagrada-
                                            bles que hasta hace unos meses formaban parte del escenario de
                                            cada cita electoral.


                                            Entras en la parte vieja donostiarra y, en medio de la memoria de
                                            los lugares en los que sabes que fueron asesinadas personas, ves
                                            como los propietarios de los bares te saludan sin importarles el
                                            qué dirán de los que antes marcaban el territorio del miedo con
                                            sus miradas de odio. Los camareros te saludan, te invitan y te dan
          Jose María Calleja                la mano, un gesto poco habitual hace no tantos años. La gente te
          Escritor y periodista             mira con una sonrisa que es toda una declaración de alegría com-
                                            partida dentro de la parquedad gestual tan vasca. Hay gente que
                                            incluso te abraza y hace que te emociones con ellos en esa certeza
                                            compartida de que las cosas no son ahora como fueron hasta hace
                                            un rato. Mientras sacas tus miedos y te emocionas, miras los luga-
                                            res en los que un día contaste que hubo un asesinato y piensas en
                                            las víctimas mortales, que no verán este final, y en sus familiares,
                                            con su dolor irreparable, en sus huérfanos. Haces memorias de los
                                            desgarros, del sufrimiento, del destrozo que el terrorismo ha su-
                                            puesto para esta sociedad vasca y para el resto de la sociedad espa-
                                            ñola. Das gracias por estar vivo y poder contarlo. San Sebastián,
                                            esa hermosa ciudad llena de muerte.


                                            Los asesinos no volverán a matar, con casi absoluta seguridad;
                                            pero falta aún tiempo para que se ventile la habitación, para que
                                            se quiten las costras estratificadas del odio, para que desaparezcan
                                            los miedos del todo, para que llegue el día en que podamos pasear
                                            por la calle sin mirar todo lo que aceche cerca de nuestras nucas.

                                            Se acaba un periodo en el que los padres han enterrado a los hi-
                                            jos, síntoma antibiológico de que algo va mal en una sociedad, un
                                            tiempo en el que demasiados hijos pequeños no se han criado con
                                            sus padres.

                                            Los hijos crecerán, pasará el tiempo y más pronto que tarde harán
                                            la pregunta con la que empezaba este artículo: ¿abuelo, por qué
                                            mataron a mi padre?




          62   Más fijos
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