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| OPINIÓN
a fama, la gran fama, la fama a nivel nacional o internacional, la
Lque de alguna forma he llegado a conocer en los años setenta, es una
pesada carga, un peso permanente hecho de frío glacial y de soledad, se
comprende que artistas y personajes como Fassbinder, Romy Schneider,
Marilyn Monroe, Michael Jackson, Hemingway y un largo etcétera ter-
LA FAMA minaran de mala manera y casi todos suicidándose. Creo sinceramente
que el infierno o buena parte de este está hecho de la “fama”, de la so-
ledad irrespirable e insoportable de la fama, de su silencio y de su peso.
Conocí, como digo la fama, la gran fama en los años setenta del siglo
pasado, viajaba solo en aviones con mi representante, habitaba suites de
hoteles donde dormía como en un sarcófago de oro, saludaba en escena-
rios de teatros abarrotados, a veces con un ramo de flores en las manos
que me entregaba entre aplausos la primera actriz o que yo se lo endosa-
ba a ella, el ruido estruendoso de esos aplausos, mis paseos por los pa-
seos marítimos o las avenidas horas o minutos antes de cada estreno, las
entrevistas en las radios, los periódicos y la televisión en blanco y negro,
generalmente en la primera cadena para que me viesen bien desde el Jefe
del Estado en su palacio de El Pardo hasta el último agricultor del plan
Badajoz. Mucho dinero, muchas llamadas telefónicas, muchas pregun-
tas acerca de mi próximo libro o mi próximo estreno, ninguna acerca de
cómo me sentía, como me encontraba por dentro, qué pensaba hacer con
mi vida. ¿Es que mi vida siempre sería así? La perspectiva realmente era
Germán Ubillos Orsolich
horrorosa. ¿Tendría que seguir escalando mi propio monumento, cons-
truyéndolo piedra a piedra hasta llegar al Premio Nóbel?, ¿y después?
Cualquier persona medianamente inteligente, medianamente sensible
intuía que eso era imposible, que no era nada feliz, que era un pobre
desdichado.
En último término ¿por qué? Porque “no tocaba a mis fans”, por que no
los veía ni los conocía, porque no hablaba con ellos, porque no dialoga-
ban conmigo, ni me besaban, ni los abrazaba. Era un mundo fantasmal.
Un mundo invisible, del que la realidad me separaba un grueso cristal,
un cristal que no podía atravesar, una jaula de cristal y de oro que así me
aislaba del mundo y de los demás. En fin, el infierno de “A puerta cerra-
da” de Sartre.
¿Qué ocurre ahora? Mis espectadores ya no son miles ni millones, mis
lectores no serán más de cien, pero esas cien personas “son mis amigos”,
personas a las que quiero y que me quieren, a quienes conozco y recono-
cen, a quienes puedo tocar, abrazar y besar. La diferencia como vemos
es inmensa, mucho menos dinero, menos aplausos, menos televisiones,
menos viajes en avión, menos hoteles y suites solitarias, menos paseos ru-
miando mi futuro porque mi futuro es presente, el presente de mi mujer,
de mi hija querida y de mis amigos, aquellos para quienes escribo, pues
sigo escribiendo. De vez en cuando alguna entrevista en prensa escrita o
por la radio, pero siempre de forma moderada y escalonada, tomándome
los respiros necesarios, los que me da la gana. Una vida placentera y feliz
interrumpida solo por alguna pena que otra, fruto de la “existencia real”,
no virtual, porque aquel era un “mundo virtual”, un mundo invisible de
sombras.
62 Más fijos
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