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| OPINIÓN

                                            ¿Sabemos desprendernos a tiempo de aquello que nos está perjudican-
                                            do? ¿Tomamos decisiones precipitadas sin reparar en las consecuencias?
                                            Veamos, si no, lo que sucedió en la antigua Roma a Dolabela Publio
                                            Cornelio, cónsul y general, yerno de Cicerón. Pues bien, este patricio
                                            romano, sabedor de que el centurión Quintilio Seyano ponía en venta
                                            su propio caballo, lo adquirió por la suma de cuatrocientos sestercios de
                                            plata, si bien, ignorando las consecuencias de tal adquisión. Ya con el
                SEAMOS                      caballo en su poder, el cónsul Dolabela vio morir a su esposa, Domitila
                                            Claudia, tras sufrir un repentino colapso, y dos días más tarde era pasto
             PRÁCTICOS                      de las llamas su lujosa mansión ubicada en las afueras de Roma; pero al
                                            día siguiente su adolescente y único hijo, Vinicio, resultaba con el cuello
                                            fracturado tras ser despedido por el caballo al galope. El cónsul Dolabela
                                            atribuyó al caballo “seyano” todas las desgracias familiares acaecidas en
                                            tan corto lapso de tiempo, y puso el caballo en venta al precio de seiscien-
                                            tos sestercios, no tardando en adquirirlo Domiciano Casia, jefe supremo
                                            de la guardia pretoriana del César.

                                            Apenas hubo llevado el caballo a casa cuando esa misma tarde su espo-
                                            sa, Priscila Flavia, que se hallaba encinta, fue atropellada y muerta por una
                                            cuadriga cuyo auriga nada pudo hacer para dominar a los cuatro caballos
                                            desbocados. Dos días más tarde, su mansión situada en la falda del monte
                                            Aventino, era pasto de las llamas, pereciendo en el siniestro la madre y las
                                            dos hermanas del jefe pretoriano, quien, ante tanta tragedia familiar, no tar-
          por Rafael del Campo Cano.        dó en culpar al caballo “seyano” de todas las desdichas; razón por la cual
          (Escritor y Dibujante)            quiso deshacerse del funesto animal, vendiéndolo por mil sestercios. Su nue-
                                            vo dueño no fue otro que el afamado gladiador Castulo Marciano, invicto
                                            en doscientos combates y días de gloria en el Circo Máximo de Roma.

                                            Este atleta, aún conociendo el trágico currículum del caballo “seyano”, lo
                                            recibió en su casa con todos los honores. Al día siguiente la mujer y la hija
                                            del famoso gladiador sintiéronse repentinamente indispuestas, muriendo
                                            esa misma tarde. Todos estos episodios vienen a confi rmar la actual creen-
                                            cia de que, cuando una familia sufre desgracias y reveses continuados suele
                                            decirse de ella: “Parece como si esa familia tuviera el caballo “seyano”.

                                            Tampoco este laureado gladiador se vio libre de la maléfi ca infl uencia del
                                            caballo, pues su rendimiento físico y deportivo, hasta entonces espléndi-
                                            do, acabó dejándose notar en la arena del Circo Máximo, y nunca volvió
                                            a ganar un sólo combate. No tardaría en atribuir al caballo la causa de
                                            sus desgracias y decidió estrangularlo con sus propias manos, emplean-
                                            do para ello la escasa fuerza que le quedaba en su cuerpo de atleta.


                                            Pero he aquí su error; no supo ser práctico, como lo fueron los anteriores
                                            dueños, del nefasto caballo, quienes se deshicieron de él vendiéndolo, y,
                                            al mismo tiempo obteniendo un dinero en la transacción. Presa de ira
                                            incontenible el gladiador rodeó con sus brazos el robusto cuello del ca-
                                            ballo, consiguiendo desequilibrar a este y cayendo ambos al suelo. Fue
                                            tal el esfuerzo físico al que le sometió el caballo “seyano”, en su larga
                                            agonía, que los dos morirían en el trance; el caballo y su verdugo, victima
                                            éste de una fulminante apoplejía.

                                            Y es aquí cuando volvemos a detenernos sobre el primer interrogante de esta
                                            historia: “¿Sabemos desprendernos a tiempo de aquello que nos está perju-
                                            dicando?... En caso afi rmativo hagámoslos a la mayor brevedad posible y
                                            con toda naturalidad, pero sin poner en ello más esfuerzo que el necesario.

          62   Más fi jos



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