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                                        Opinión






                                        GERMÁN UBILLOS / PERIODISTA





              La gran nevada






                                                    l año 1950 fue declarado        banderilla de la terraza, la nieve se exten-
                                                    “Año Santo” por el papa Pío     día y extendía hasta el horizonte. Muchos
                                                    XII, aquel “pastor angélico”    años más tarde alguien llamó ante mí,
                                                    completamente vestido de        “blanco sudario de los campos”.
                                                    blanco e inmortalizado en el    Como estaba enfermo no podía hacer
                                        E balcón central de la Basílica             bolas de nieve ni tirarlas a los demás
                                        de San Pedro elevando los brazos al cielo   niños, pero los fenómenos como aquel me
                                        con cierto aire entre hierático y aristocrá-  quedaban grabados de una forma indele-
                                        tico. Así le recordaría siempre. El año     ble.
                                        1950 se sintió en todo Madrid y espe-       La nieve, como digo, duró mucho, los
                                        cialmente en nuestro piso ático de la       porteros de las casas con una palita o con
                                        calle Hilarón Eslava un terremoto, una      el recogedor del carbón la retiraban y
                                        fuerte sacudida que hizo oscilar y tamba-   abrían un camino tranversal en las ace-
                                        learse todo. Hacia ese año papá entró un    ras. Ni el tranvía “Moncloa-Paraninfo”
                                        día corriendo y gritando, “¡ha estallado la  funcionaba. Yo no sé como la gente iría a
                                        guerra de Corea”!. Pero ese año 1950 lo     trabajar, lo que sí sé es que la nieve aca-
                                        recuerdo sobre todo porque cayó una gran    bó helándose y que los mayores se caían
                                        nevada, una nevada monumental. Fue          grandes trastazos y se rompían los hue-
                                        una nevada que duró en las calles más de    sos; “alguno acabará rompiéndose la cris-
                                        un mes y de grosor de medio metro. Mi       ma”. decía Águeda, la mujer que me cui-
                                        padre aquella mañana me sacó a la terra-    daba. Sí, 1950 fue el año de la gran
                                        za, estaba toda blanca e inmaculada así     nevada.
                                        como la Plaza de la Moncloa. El silencio
                                        era absoluto, extraño, el cielo estaba gris,
                                        del centro de la tierra parecía salir una
                                        luz inefable. Mi padre me acercó hasta
                                        ella y entonces yo estiré la mano, fue una
                                        sensación desagradable, como húmeda,
                                        muy fría y que despues quemaba; fue
                                        entonces cuando me percaté por primera
                                        vez que en la vida hay cosas muy hermo-
                                        sas solo para ser contempladas, no para
                                        ser tocadas, si las tocabas perdían su
                                        magia, su fulgor. ¡Olía a nieve!, ¡extraño
                                        olor aquel!. Mi padre me condujo hasta la




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