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| OPINIÓN
uenta la leyenda que el primer hombre y la primera mujer que habi-
Ctaron la tierra quedaron aterrorizados al ver como el sol desaparecía
más allá del horizonte y se hacía la noche. Pensaban que nunca más volve-
rían a ver su luz y con ella todo el colorido del paisaje, de los campos, de
las montañas, de los frutales, del mar. Algo parecido debió de acontecer
cuando fueron cayendo las hojas de los árboles, hojas amarillas, naranjas,
LA rojas y penetró el frío inmisericorde del invierno. También pensaron en-
tonces que nunca jamás volvería la templanza, el calor, el viento suave del
PRIMAVERA verano; se guarecieron en profundas cuevas, en cavernas, y comenzaron
a pintar en sus rugosas paredes escenas de su vida desaparecida, de los
animales, de la caza, de las pieles y los vestidos que se ponían cuando la
temperatura era más elevada. Como experto en el “cambio climático”, sé
que en determinado momento de la edad de los metales la temperatura en
nuestro planeta subió cien grados en tan solo cien años y aún no existía ni
la rueda ni el fuego y los habitantes de todo el planeta Tierra alcanzaban,
escasamente, el millón de habitantes y no por eso desaparecimos ni nos
extinguimos sino que continuamos la lucha por la vida.
Bien, tras el largo frío y oscuro invierno, llegó de forma imprevista lo
que llamamos la primavera; un suave, progresivo y escalonado ascenso
de las temperaturas, con el florecimiento de las flores, la nueva aparición
de las hojas en los árboles y sus frutos, la hierba verde en los prados y en
las montañas, y así ha sido durante miles y millones de años. Los seres
humanos se vuelven más alegres, aumenta el apetito sexual (la prima-
vera, la sangre altera: piénsese en la estrecha relación que existe entre
Germán Ubillos Orsolich la temperatura y la sexualidad, el apareamiento, la procreación, sobre
todo en el mundo animal). Por eso, a la oscuridad de la noche sucede la
luz del día, y al frío del invierno la templanza de la primavera y el calor
del estío. ¿Por qué a esta vida, tantas veces tan dura, no va a suceder de
una forma sorpresiva otra más amable y satisfactoria?, ¿por qué detrás
de la muerte orgánica, como más allá de la noche y del invierno, no pue-
de haber una nueva primavera y lucir de nuevo el sol; un sol que de tanta
alegría nos parecería otro diferente en su luz y en su calor?
Los seres humanos, los terrestres, no podemos vivir sin luz y sin calor.
Sin estos dos elementos tan indispensables no existiría la vida, ni la fun-
ción clorofílica y si nos remontamos más atrás, mucho más atrás, no
existiría ni el agua, ni la lluvia, ni el mar, ni el viento. Somos una maravi-
lla dentro de otra maravilla. La vida en sí es un conjunto de excesivas ca-
sualidades maravillosas, aunque no estemos exentos tampoco del dolor,
de la enfermedad y de la muerte. Pero tampoco lo están otros elementos
de lo que llamamos la creación o el cosmos o el universo visible.
Los poetas siempre se han sentido muy inspirados en la primavera,
también los enamorados, hasta los viejecitos sienten gratitud hacia el
calorcillo del sol primaveral. Mi tía Angelina –una mujer soltera e in-
olvidable– decía que en el verano podían vivir igualmente los ricos y
los pobres. En invierno, añadía, sólo podían vivir bien los ricos. Era la
época de la postguerra civil española, los años cuarenta del siglo pasa-
do que yo recuerdo muy bien.
Demos la bienvenida a esta nueva primavera en la que los pájaros, las
plantas y los pobres de la Tierra pueden vivir sin apenas nada, sólo con
el calor y la luz del astro rey.
62 Más fijos
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